(En las
Bodas de Diamante de Pilar Pinés, manzanareña)
Amaneció plomizo el día de la Virgen del Pilar y me
dispuse a ir a Toledo desde Madrid. El viaje se hizo tranquilo, el cielo pasaba
del gris al azul conforme me acercaba a la ciudad imperial. Subí en las
escaleras mecánicas que llevan al casco histórico y aparecí frente a Santa
Leocadia, iglesia en donde se casaron mis padres, visita obligada por el
recuerdo y la belleza. Al salir, a la derecha, entré a Santo Domingo el Antiguo
para rezar ante el sepulcro de mi pintor, el Greco y contemplar algunas de sus
obras. Continué hacia el monasterio de las Capuchinas Clarisas ; tía Pilar ya
estaba en el presbiterio y le di un gran abrazo, después salí a la calle en
donde estaban Pili y su marido, Mª Auxilio, Jesús y más personas que se fueron
agregando. Antes de la doce del mediodía pasamos para situarnos cerca del altar
y poder seguir bien la ceremonia dando gracias a Dios por las Bodas de Diamante
de nuestra tía Pilar. La Misa de Angellis fue cantada por las monjas y
respondían los sacerdotes que concelebraban y los fieles del templo, que estaba
lleno. El cáliz que utilizaron en la celebración eucarística era gótico,
cubierto totalmente de corales. Los cánticos latinos se mezclaban con los
orientales debido a que la mayoría de las religiosas son de la India. Todo
contribuía a dar un esplendor a la Liturgia y acercarnos al Misterio Trinitario
que se lleva a cabo en cada Misa. Al acabar, junto a un Cristo de la familia,
llamado "el Pinesillo" y una imagen de la Virgen del Pilar, nuestra
tía renovó su fidelidad a la Santa Iglesia Católica, siendo fiel a los votos,
que hizo, según la regla de Santa Clara, de pobreza, castidad y obediencia. Los
pronunció, sin leer, con voz firme y alegre. En estos momentos recordé
especialmente a mi tía Tere Díaz-Pinés junto con Vicentina y Pepita Pinés, que
fueron las que la acompañaron a Toledo cuando decidió entregarse a Dios.
Después, todos pasamos al claustro a felicitarla y
tomar un aperitivo; allí nos encontramos con MªJosé y Antonio con sus hijas y
también Álvaro y Ana.
Fueron momentos de eternidad porque al faltar
nuestros padres, tías..., la nostalgia se transformó en un gozo que llenaba el
ambiente. Nos hicimos fotos con ella, reímos porque todos estábamos muy
contentos al verla a ella feliz.
A las tres de la tarde nos despedimos y nos esperaba
la exposición de Isabel, la Reina Católica, en la catedral, pero eso sería
largo de contar por su magnitud y belleza; lo relataremos otro día.