Foto de Marisa Díaz- Pinés
Desde hace tiempo vivía
en el suelo, en un país lejano, Líbano. Llegué a formar parte de un enorme y
majestuoso cedro. Cada vez estaba más alto, parecía tocar el cielo, los pájaros
se posaban en mí. Los humanos miraban y decían: “¡Qué belleza!” Me sentía
orgulloso al oír tantas cosas bonitas; pero un buen día sopló un fuerte viento
que me arrancó y caí al suelo. Me vi que era un simple trozo de rama. Seguía oyendo desde mi lecho los piropos al
cedro; los turistas ni se daban cuenta que yo faltaba y hasta casi me pisaban a
no ser por una cerca que había junto a mí. Yo pensaba que al llegar las nieves
y el frío, desaparecería. Pero no, me confundí en mi pronóstico. Un día
llegaron hasta Los Cedros, en el N.E del Líbano, un grupo de chicas procedentes
de distintas partes del mundo. Hacían fotos, comentaban sus impresiones y de
pronto, una de ellas, alargando el brazo, me cogió. Yo pensé que se cansaría de
llevar una rama seca y fea y me tiraría en la primera papelera. Pues no, me
envolvió con cuidado y me introdujo en su maleta. Volé hasta París, cambiamos
de avión; después, Madrid. Me sacó de la maleta y aguardé en un cajón hasta que
llegó diciembre; entonces me sacó y desenvolvió y me puso sujetando el Portal
de Belén del Nacimiento de su casa. Estaba muy contento pues veía de continuo
al Niño Jesús. Entonces pensé que en épocas lejanas construían palacios con los
cedros del Líbano y yo ahora estaba al lado del Rey de Reyes.